Hacía más de un año que en mi familia estábamos todos desempleados, sin ahorros y casi sin nada para el trueque. Yo había vuelto a lo de mis viejos: con la quintita y las gallinas de los vecinos alcanzaba para un plato de comida. Pero por primera vez en meses me habían dicho en una empresa: “En unos días se va fulanito, el puesto es tuyo”.
Yo solo soñaba con entrar a un súper para comprarle algo rico a cada uno y llevar una garrafa para que mi vieja pudiera bañarse con agua caliente.
Pero una mañana llamaron: lo lamentaban mucho, no podían contratarme, fulanito había decidido no mudarse a Nueva York. El mundo entero lloraba frente al televisor, pero yo no podía parar de llorar por una puta garrafa.